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viernes, 13 de febrero de 2015

Cuento de realidades paralelas. En una américa oprimida, sin libertad y controlada por una entidad todopoderosa, el fuego siempre queda encendido.



Qué pasaría si... La respuesta a esa pregunta siempre me la hice. Este cuento es un primer acercamiento a una respuesta. Si les gusto tengo otro que responde a la misma pregunta.



Abriles simulados



El joven universitario, austero en su vestimenta, pensativo, salía de su casa en el barrio de Belgrano. Uno de los primeros barrios de la “Nueva América” proyectado para cambiar su nombre antes de fin de mes. Hacía calor y la gente caminaba imbuida en sus propios pensamientos. Llegó a la esquina de su casa y escuchó disparos y gritos y una sirena en las cercanías. Sintió miedo y observó a su alrededor tratando de hallar la manera de escapar del problema, pero ya era tarde: dos hombres vestidos con unos trajes extraños y coloridos corrían como enloquecidos por la vereda hacía donde él se encontraba parado. Por detrás de ellos cuatro soldados de la policía del comportamiento con sus característicos uniformes negros los perseguían disparando y gritando a través de los megáfonos de sus cascos negros.
- Ciudadanos. Deténganse o aplicaremos justicia.
Al verlo, quieto, asustado, los hombres que escapaban de la policía del comportamiento, cruzaron la calle como si trataran de no inmiscuirlo en el tiroteo. "Tírese al suelo" le gritó uno de ellos y pasó a su lado como un terremoto. El otro gritó al mismo tiempo que de su pecho brotó un volcán de carne destrozada y sangre.  El joven universitario lo vio caer pesadamente sobre el asfalto. Tenía un enorme agujero de carne cauterizada en el pecho. El hombre desde el suelo observó el agujero infernal que brillaba en su tórax y lo miró como diciéndole "No era para tanto". El joven universitario resistió el comienzo de unas arcadas y miró hacia otro lado.
Cuando se dio vuelta uno de los policías del comportamiento apuntaba su lanzallamas hacía el rebelde caído que misteriosamente lo miraba, vivo todavía y sonreía.
- Ciudadano del reino, por faltar al orden público el redentor de la humanidad lo sentencia a la muerte inmediata - Le gritó el policía; y una llamarada azulada y licuada brotó del lanzallamas esparciendo todo el calor del infierno sobre el hombre y el piso. Segundos más tarde el rebelde se carbonizaba y dejaba de moverse, sin embargo, mientras se retorcía del dolor, achicharrado por las llamas, no había emitido ni un solo grito. "Su propia victoria personal", pensó el joven universitario.
El otro hombre, el que le había dicho que se agachara, al parecer había logrado escapar y un clásico camión oscuro de la policía del comportamiento con el signo del reino pintado en la chapa negra pasaba a su lado persiguiéndolo. El policía que había incinerado al hombre caído lo miró, otro llegó, parecía el jefe porque el signo del reino que llevaba el casco era más llamativo y en vivos rojos brillantes.
- Ciudadano del reino ¿Que está haciendo Ud. por acá?
- Eh... nada... solamente iba hacía el confesionario. Me toca los viernes sabe.
- Déjelo sargento, me pareció que el joven no tenía nada que ver con los revoltosos.
- Eso lo voy a decidir yo soldado. ¿Tomó las fotos del revoltoso antes de rematarlo?
- ¡Si señor! y también tomé fotos del revoltoso que, por ahora, escapó. Ya vera cuando lo atrapemos.
- A ese en lo posible hay que mantenerlo con vida para usarlo para propaganda y educación. Cuando lo atrapemos va a desear haber muerto. Pero no va tener tanta suerte. Cuando los ciudadanos vean lo que le hacemos a los revoltosos lo van a pensar antes de hacerse los revolucionarios.
El joven universitario miró a su alrededor mientras los soldados no le prestaban atención. No había nadie. Ni nada. Solo el penetrante olor a carne humana quemada en el ambiente. Los tiroteos entre la policía del comportamiento y los rebeldes al sistema ya no eran tan frecuentes como antes, especialmente durante el día, pero cada vez que sucedían la gente desaparecía de las calles como por arte de magia. El joven estudiante se lamentaba por no haber escapado antes, pero el pánico no lo había dejado ni siquiera moverse. Sabía que le sería difícil explicar su actitud.
- Oiga ciudadano. ¿No le parece que ya es un poco tarde para ir al confesionario? –le preguntó
- Si tiene usted razón oficial, pero durante el día estuve con dolores de cabeza y no pude ir...
- Por lo que veo es un universitario.
- Si así es. - El policía se había fijado en el brazalete rojo que llevaba en el brazo, el cual acreditaba su clase de ciudadano.
- Estos universitario no se dan cuenta del esfuerzo que hace el redentor para con ellos, hasta yo desearía ser de clase A. Habría que llevarlos a todos unos días a los campos de trabajo de la clase "C", van a ver cómo cambian su estúpida actitud.
El joven no dijo nada. Sabía que la policía del comportamiento estaba constituida en su mayoría por inadaptados que se sumaban a las filas del orden del reino para obtener los beneficios de una categoría más alta; eran traidores, pero también era su manera de sobrevivir.
- Está bien joven, márchese, y recuerde que el redentor vela por Ud.
Se marchó. Llegó a la esquina y dobló. Hasta ese momento había aguantado la respiración y el corazón por poco se le escapa del pecho.


Actualmente, a pocos años del nuevo milenio, del nuevo orden, la caza indiscriminada por parte del gobierno del reino de rebeldes contrarios al régimen había mermado conforme se desgastaba la protesta. Sin embargo, al joven estudiante, aquello no le importaba, vivía el momento y procuraba (como casi todos los jóvenes de la “Nueva América”) olvidarse del pasado y de toda su carga negativa.
Después del duro momento que había soportado se dirigió a la máquina del confesionario tratando de no hablar con nadie. Todos los viernes debía visitar la máquina del confesionario y siempre iba a la misma: la que estaba a 6 esquinas de su casa. Aunque el gobierno del reino había construido una de estas máquinas cada dos cuadras en las esquinas de la ciudad semejando teléfonos públicos, pero envueltas en vidrios polarizados para mantener la intimidad del confesor, él, elegía aquella porque era la más cercana a la avenida.
El joven odiaba esa actividad semanal de confesión. Y a ese odio visceral, esa tarde, se le sumaba la imagen del rebelde asesinado en la vereda ante sus propios ojos. Sabía que muchos activistas, muchos conocidos que pretendieron imponerse al reino desaparecieron. Y seguramente dado lo bajo de sus calificaciones universitarias y nivel económico actual: el gobierno ya estaba vigilando sus pasos. Debía mejorar. Lo sabía. Había escuchado que algunos disidentes lograban escapar del sistema y vivían como parias en zonas inhóspitas como una resistencia sin resistir, pero no podía asegurarlo. Asimismo sabía que el gobierno estaba tratando de crear un nuevo sistema de redención y perdón para sus gobernados. Un sistema especialmente diseñado para los revoltosos e inconformistas.
 - Será el último paso antes del lavaje total de cerebro - le había dicho la misma persona del chimento. - Aunque ahora ya no hay mucha diferencia tampoco.
- ¿Te parece? ¿Para tanto?
- Claro que sí. Tu eres de esos que creen que el gran redentor vela por nosotros. Nunca te olvides que ellos están aquí a la fuerza y de la única manera que se pueden mantener es a la fuerza. O lavándonos los cerebros.
A ese amigo bocafloja jamás lo volvió a ver. Sencillamente desapareció en el silencio conspicuo de la ciudad.


Siguió caminando. Los automóviles oscuros, parecidos a aceitunas, circulaban luchando contra los diminutos adoquines de la avenida 64 y los delicados rayos del sol se reflejaban en las ventanas todavía abiertas en la tarde. Los escasos negocios, con sus opacas vidrieras, imponían la misma digitada moda oscura de 30 años atrás y el cielo le parecía tan similar al de todos los días al joven universitario como sus manos. Hacía calor y el joven odiaba transpirar. Vestía de manera incongruente con la estación. Un compañero de la universidad le había dicho que si no cambiaba de ropa se iba a morir de calor en el verano, pero él no podía cambiarla porque debido sus exiguos aportes al recurso público no le permitían cambiar la ropa por una nueva. "Tenés que cuidarte, cumplí tus obligaciones", le decían, "O van a reducirte de clase social". Parecía como si todo el mundo conociera versiones de una misma rutina. Y nada más que eso: "versiones", pensaba.
 Un niño de pantalones cortos oscuros, con el signo del reino grabado en su frente, paso a su lado observándolo con esa generosa inteligencia que gozaban los niños marcados con el estigma. El símbolo que él joven estudiante odió al segundo de haber nacido; aunque aquel era el odio de la saturación, del hastío y no del brote de alguna etapa revolucionaria en su alma. Ya estaba harto de ver ese signo; la insignia del nuevo orden por todos lados; no había, cartel, luz, balcón y servicio público que no detentara la imagen geométrica del signo en todas sus variadas demostraciones: impresión, bandera, relieve, distintivo. El joven universitario no entendía ni conocía cuales eran las implicaciones exactas, ni la razón por la cual el signo tenía esa forma; tampoco le interesaba saberlo, pero le fastidiaba.
El niño lo observó largo rato, fijo, parecía querer decirle algo, pero no habría la boca. Al final fue él quien habló, midiendo sus palabras, tratando de no expresar algo ofensivo contra el reino o el redentor. El joven universitario sabía que debía tener sumo cuidado con los niños; eran considerados un tesoro sagrado por el gobierno del reino. En especial aquellos niños marcados con el signo en su frente, con su elevado coeficiente mental y sus aires de superioridad.
"Los hijos prodigios del reino. Los apadrinados por el redentor de la humanidad", recordó que les decían.
- Qué calor hace no - le dijo al niño, pero el niño no le contestó.
- ¿Vivís por aquí? - pero el niño continuó observándolo.
- Sabes, hace calor para andar con esta ropa tan abrigada, dichoso de ti que podes caminar en pantalones cortos - pero el niño continuaba en su actitud de mudo, solo lo miraba como perdiéndose en el fondo de su mirada.
- Ayer por la noche pensé que hoy utilizaría el viejo paraguas, pero increíblemente amaneció un día hermoso ¿Te gusta la lluvia?
- Me gusta la lluvia fuerte - habló por fin - Lo que no me gusta son los paraguas negros que te dan los del gobierno - el niño depositó sus ojos en él, pero ahora con la mirada.
El joven universitario lo observó. Por un momento pensó que el niño estaba poniéndolo a prueba, esperando que él dijera algo quisquilloso, alguna oración agitadora, pero descartó ese pensamiento al mirarlo detenidamente: ese niño parecía, realmente, aburrido de la vida. Adusto, casi frágil, escudado tras ese signo en su cabeza, con una timidez de mosca. Llevaba el pelo cortado al ras, no tenía más de 6 años y los labios aparentemente petrificados en un rictus de enojo. Transcurrieron unos segundos, interminables hasta que por fin el niño habló.
- Ahora el que no habla es usted
- Es que a veces no tengo nada para decir
- A mí me pasa lo mismo, son las veces en que estoy pensando en la manera de borrarme este signo horrible de la frente, lo odio. Toda mi familia lo odiaba, pero ya no me queda nadie para compartir ese odio, la policía del reino redujo su clase social y yo tuve que quedarme a vivir aquí con un tío insoportable. ¿Uds. también odia el signo, no?
El joven lo miró aterrorizado. No podía ser que ese niño fuera parte de la policía del comportamiento; y tampoco podían ser tan inhumanos como para utilizar niños como cebo para descubrir rebeldes.
- Si usted conocería alguna manera como para borrármelo ¿Me avisaría? - Le dijo el niño entristecido. El joven no supo cómo reaccionar.
- Sé que usted vive cerca de aquí, lo he visto otras veces, si sabe avíseme, por favor, se lo ruego. Quiero volver, ir con mis padres, sé que los campos de la clase C son terribles, pero yo quiero ir con ellos.
El joven universitario procuró no decirle nada, pero lo pensó. Pensó que si en algún momento de su vida lo sabía, y las pretensiones del niño eran ciertas, como parecía, seguro que se lo diría, sin lugar a dudas.
 - Gracias - le dijo el niño - sé que puedo contar con usted - y se marchó dejándolo inmerso en una nube de indecisión y desconcierto, caminado por el cordón resbaladizo de la vereda intentando hacer equilibrio para no caerse. Lo observó mientras se alejaba; las piernitas frágiles, bamboleando la cabeza, tan indefenso como inteligente. Después prosiguió su camino hacía el confesionario procurando no detenerse a pensar.


Cruzó la calle amargada y observó la antigua Iglesia de la plaza Juramento, ahora cerrada y abandonada, como esperando encontrar algún cambio aparente en su demolido aspecto. Un soldado de la Policía del comportamiento con su uniforme negro y su casco oscuro perfectamente lustrado custodiaba del confesionario a unos diez metros del mismo y una mujer menuda y canosa estaba parada a su lado hostigándolo a preguntas. La mujer llevaba colgada de su mano la bolsa de víveres y al parecer se trataba de una ciudadana de mediana categoría por el brazalete violeta que llevaba mal atado en el brazo. La bolsa tenía impreso a ambos lados el símbolo puntilloso del reino en negro y la calle estaba ya tenuemente iluminada por las agobiadas resolanas. 
Detrás de la mujer había un colorido puesto de flores cerrando sus chapas. Probablemente uno de los escasos negocios que todavía mostraban colores en la ciudad. "Solo hasta que a alguno de los gobernantes se les ocurriera pintarlas de oscuro o encontrar la manera genética de que las flores también contengan el odiado signo del reino en sus pétalos", pensó el joven estudiante mientras caminaba silencioso.
La mujer hablaba con el soldado, sola, y el soldado la soportaba firme como un tronco, observando las calles con sus ojos de águila y sin responderle. La mujer parecía protestar y acompañaba sus protestas sacudiendo enérgicamente los brazos en una actitud nerviosa de colibrí. "Seguramente protesta porque se muere de hambre", pensó, "las bolsas de víveres cada día vienen más flacas". Por suerte el joven universitario, mientras continuara siendo un estudiante responsable, recibiría la bolsa de la categoría superior. "La superior de los ciudadanos", pensó, porque sabía que los extranjeros del gobierno y los traidores la recibían más abundante. Sin percatarse alcanzó el confesionario y casi choca con sus paredes oscuras. El confesionario estaba vacío; "lógico", pensó, "soy el único que sale tan tarde para cumplir con esta molestia". Lo abrió. Se detuvo al entrar y observó atónito el diminuto interior. Lo habían cambiado. En menos de una semana, de un viernes a otro, lo habían mejorado. Este confesionario era uno de los últimos modelos computados. En veinte años de confesiones jamás se habían dignado a cambiarlo. Hasta ahora. Anteriormente era una inútil máquina de escribir, un par de parlantes y una voz portentosa que se activaba al cerrar la puerta,
"Que tenga buen día ciudadano del reino"
Y continuaba con las alabanzas al redentor y el característico saludo como recordatorio. En más de veinte años lo único que habían cambiado de aquel confesionario, su confesionario de toda la vida era, justamente, la foto malintencionada del redentor. Y a veces los mensajes. Ahora el confesionario contaba con una flamante computadora y disponía de un cómodo sillón tratando que el ciudadano no se sintiera tan ahorcado. Además tenía una pantalla a color encendida todo el tiempo con el rostro glorioso del redentor de la humanidad en su pantalla, mirando fijo, con vehemencia, a cualquiera que se sentara ante él. El joven se sentó en el sillón y una vos suave y melosa, lo saludó:
"Buenas tardes ciudadano".
El joven se percató que no le había dicho ciudadano del reino y aquello le molesto, era quizá la etapa final, pero continuó su confesión sin protestar. Tecleó su número de identificación. El rostro del redentor desapareció y apareció el cursor. Por debajo, como fondo, el signo odioso del reino asaltó la pantalla. El joven sacó de sus bolsillos, como un condenado ante la inminencia de su muerte, los papeles y recibos de todas sus actividades semanales y los tecleó rápidamente. El cursor se movió por todo lo ancho de la pantalla pero el símbolo del nuevo orden no desaparecía. Por un momento el cursor se detuvo un milímetro antes de alcanzar el centro geométrico de la pantalla y también del símbolo. Solo le faltaba teclear un punto. En su mente ese punto se transformó en una lanza clavada en el centro de toda esa hipocresía. Como tardaba un pitido de advertencia lo empujó al desenlace soñado. Lo hizo.
Por unos instantes el odioso símbolo detentó un ínfimo puntito blanco de gloria en su centro. Pero solo eso. Enseguida los resultados de su confesión y los análisis semanales de sus calificaciones y nivel de trabajo aparecieron; y eran calamitosos. Sus fondos manoseaban la tierra. Sus calificaciones casi la acariciaban. El signo se puso rojo, impulsivo. Y una voz, ya no tan melosa, y demasiado portentosa e imperativa le dijo:
"Ciudadano del reino, sus calificaciones universitarias están bajando cada vez más, propias de personas ignorantes"
Aquello lo sabían por los datos que la universidad les había transmitido, pensó.
"Y no está atendiendo su trabajo como es debido"
Eran datos pasados por la hilandería oficial donde trabajaba.
"Si no mejoran sus calificaciones y su atención deberemos reducir su nivel de ciudadano a la clase B y de continuar con su ineptitud a la clase C"
Sin embargo el joven no movió sus labios, ni un solo hálito de su alma, continuó saboreando su victoria gráfica. Cerró los datos, retiró el papel impreso (el largo recibo donde se estipulaba su deprimente condición actual) y se dispuso a marcharse. Antes de salir completamente del confesionario se quedó mirando fijo el rostro del redentor; los bigotes, la mirada fría de tiburón; el gesto áspero y glorioso de las últimas fotos; hasta que un pitido de advertencia lo sobresaltó. Otra alarma. Debía apurarse, sino se retiraba en unos segundos quedaría encerrado ahí dentro y por mucho que lo pensara no podía imaginar cual podía ser la reprimenda. Salió. Un soldado de negro lo miró inquieto, alarmado por el pitido del confesionario, pero él le hizo un sedante gesto con la mano izquierda y el soldado continuó con su rutina de observar la nada.


Segundos después un colectivo gris rodó por la pacífica esquina; iba repleto de personas, de ciudadanos de la clase C transportados a sus casas. Los llevaban hacinados a los alrededores de Buenos Aires donde vivían en complejos infrahumanos construidos casi como cárceles por el gobierno del reino. Aquella imagen de pobreza, los brazos saliendo asfixiados de las ventanillas y los rostros inconsolables, como vacas al matadero, lo aventó. Debía mejorar; "aunque más no sea mis calificaciones", pensó. Las calificaciones universitarias era lo único que el redentor le exigía para mantener su condición de estudiante y pertenecer a la clase A. Muy dentro suyo sabía de su imposibilidad de vivir en las condiciones subhumanas de la clase C. "No lo aguantaría por nada del mundo", se dijo y un pánico, una llamarada de alerta desmedida recorrió su cuerpo. Además, si no mejoraba, tampoco podría adquirir una casa más cómoda o casarse y tener hijos; aunque aquello todavía no formaba parte de sus pretensiones, no podía descartarlo.
En ese preciso instante algo diferente llamó su atención. En el frente justo del confesionario había una sugestiva marca de pintura; una marca de color verde claro resaltando contra la franja inferior de mármol de una de las columnas de la iglesia abandonada. Una V corta y bastante voluminosa. Los rebeldes solían pintarlas donde podían, en colores claros, llamativos; él ya las había visto anteriormente; y por las noches, desde su departamento, escuchaba los disparos, las refriegas contra la policía del comportamiento cuando atrapaban a alguno de aquellos rebeldes gráficos. Esta V era una de las más voluminosas que había visto en toda su vida. Un paso después, observó otra V más pequeña a un costado del confesionario, pero roja. Por un momento creyó ver otra, como si todas hubieran aparecido en ese instante. "Por eso los de la P.C. perseguían como enloquecidos a esos hombres", pensó. De pronto un viejo mal vestido y harapiento se le acercó asustándolo al hablar.
- Es hermosa ¿No? Ojalá las pinten así por todos lados ¿Qué dice Ud.?
- Si usted lo dice.
- A mí ya no me importa nada, estoy demasiado viejo como para hacerme problemas por el silencio. No salgo yo mismo con una V pintada en el cuerpo por lo nietos vio, sino...
Él no le dijo nada, tampoco había nada que decirle.
- Ojalá usted joven hubiera vivido hace años, la Argentina sí que era la Argentina. Antes del nuevo reino valía la pena vivir, sí que valía la pena, pero ahora con el rostro de ese degenerado por todos lados, no se asusté no tenga miedo, si nos están escuchando a usted no le van a hacer nada. Ojalá usted lo entienda y haga algo por salvar al mundo. Además yo le digo joven que no puede ser que sigan por mucho tiempo controlando todo. En algún momento algo tiene que salirles mal, ya van como cincuenta años o más aunque la verdad ya perdí la cuenta de cuantos fueron realmente. Estoy seguro que mucho tiempo no les queda de reinado. Aunque yo ya voy a estar muerto cuando suceda. Pero usted joven. En ustedes esta la esperanza. Ahhhh, la juventud, sí señor, cuanto daría por ser joven. Me vería armado hasta los dientes, no me quedaría quieto como antes. No se dejé amilanar joven, el mundo era mucho mejor sin ese loco y su reino. Mucho mejor.
- Si Ud. lo dice.
- No les tenga miedo, el miedo es el arma que ellos usan para mantenernos rendidos a sus pies, ya van a caer – dicho esto el viejo entró en el confesionario, de improvisto, terminando la conversación unilateral. Antes de entrar el viejo le hizo el gesto de la "V" con sus dedos y entró sonriendo y cantando. El joven universitario estaba más allá de todo aquello, lo único que le importaba era sobrevivir; y no había conocido al mundo antes del nuevo orden como para dar una opinión. "Y el redentor vela por el bien de mi vida", pensó.

Se dio vuelta y caminó hasta su casa decidido a no pensar, rodeado de carteles con el rostro del redentor y el signo oscuro y puntiagudo del reino como una repetición maligna y represora. Mientras desandaba el camino hacia su casa buscó otra "V" de la de la victoria de colores; buscó en las paredes, caños de la luz y en las vidrieras, pero no encontró ninguna.
De pronto, segundos antes de las siete de la tarde, un viento desordenado se levantó y removió algunos papeles y hojas del piso. Venía acompañado con un fuerte olor a agua y, también, de un ruido continuo y molesto. Eran los soldados; los soldados del redentor y su régimen marchando briosos por la avenida. Era el horario del día en que desfilaban anunciando el toque de queda, en un paroxismo militar sin parangón, con banderas oscuras y el símbolo del reino en rojo, y, bombos y ruido, mucho ruido.
El viento sacudía las solapas de sus uniformes negros y sus cascos refulgían con el signo de la esvástica y las banderas oscuras con la esvástica como distintivo flameaban derrochando glorias pasadas. El joven estudiante, de niño, había pensado en enrolarse en la Wermach y ser un eslabón más de la cadena controladora del Reich, pero lo había dejado de lado por el estudio. "Que los malditos se preocupen ellos mismos en impartir el orden en sus países conquistados", pensó. Se dio vuelta, lo último que vio fue un estandarte oscuro con la esvástica gloriosa en el centro y el águila del "FUHRER" aferrando el mundo con sus garras afiladas. Enfrente había un cartel enorme con el rostro del redentor y su bigote cuadrado obervandolo con su acostumbrada petulancia de omnipotencia. Alguien le había dicho que Hitler había muerto, "pero seguramente aparecerá otro para continuar con su locura", pensó. El cartel contenía un mensaje, pero no quiso leerlo. Sin embargo en la parte inferior del cartel, parado al costado del pilar de metal pintado de negro que lo sostenía: vio al niño que había charlado antes con él.  Uno de los hijos prodigios del Reich. Dotado de una gran inteligencia y futuro agente de las SS Argentinas. Al verlo recordó las palabras esperanzadas del viejo del confesionario. El gesto de la victoria que le había hecho con sus dedos. "Solo eso", pensó, "gestos, miradas, sueños, pero nada más".
Días atrás había visitado el museo del obelisco destruido, y vio una de las bombas volantes de la gran guerra; los enormes cohetes pintados como un tablero de ajedrez; el arma trágica y destructora; la V4.; la primera bomba volante que cayó en suelo sudamericano.
Había presenciado, de cerca, la descomunal e impiadosa mole puntiaguda de la V4 apuntando al cielo; la hermana mayor de las V1 y V2 utilizadas en Europa, y le trajo a su alma un pánico inmemorial, con solo verla ahí, quieta, enorme. El, por suerte, no había vivido durante la gran guerra, ni en los días en que cayeron las primeras V4, ni había presenciado la inmediata capitulación que trajeron aparejados esos enormes cohetes, ni el pánico a su vuelo desalmado. Pero la gente todavía les temía a las bombas volantes V; y en Alemania, la sede del Reich, del reino, las tenían y muchas y ahora más poderosas que las primeras. ¿Qué se puede hacer más que la "V" de la victoria contra las V destructoras, o el arma de la venganza como las llamó el redentor?, se preguntó. "Nada. Ni siquiera los niños se salvarían", pensó. El anciano no había tomado en cuenta que los mejores jóvenes del futuro formarían parte ineludible del Reich. "Los nazis no son tontos", se dijo, "saben dónde apuntar; se apoderan inmediatamente de las mejores mentes del mundo en el momento justo en que todavía se las puede controlar sin golpes". El pobre viejo no había pensado en esa variable al expresar su esperanza. "Las cosas seguirán así", se dijo el joven universitario, "¿Quién las va a cambiar?; ¿Los rebeldes con sus pinturas?".
Volvió a mirar al niño con los pantalones cortos y le sonrío apesadumbrado.
 El día estaba oscureciendo y unas nubes de melancólica lluvia martirizaban el cielo oscureciéndolo; los autos oscuros prendían sus luces; el asfalto oscuro se confundía con las casas oscuras; los soldados oscuros, oliendo a negrura marchaban por la avenida; los carteles oscuros, la ropa del niño oscura, la esvástica oscura en su frente, todo fortaleciendo la amarga continuidad del sistema; sin embargo el niño también le sonrió y le mostró sus dedos. Dos de ellos estaban pintados de colores y con esos dos dedos le hacía la "V" de la victoria, y le sonreía esperanzado.


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