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jueves, 22 de enero de 2015

El terror indestructible, atroz. Qué harías cuando ya nada te puede salvar de un destino horroroso



Cuento corto. Un terror indestructible, atroz, azota en las cercanías. Qué harías cuando ya nada te puede salvar de un destino horroroso y cruel.




La Bestia


Cuando el sol descorría el velo oscuro del cielo y las sombras comenzaban a difuminarse Julián despertó de la enfermedad, se dejó resbalar por la sucia humedad de las sabanas y salió de la habitación.
Basta, basta. Porque a mí. Porque a mi dios mío.
Julián ya no era un ser humano. Lo había sido en otro tiempo. Ahora era la vivida representación del abandono y la desazón. Raquítico, sucio y hambriento caminaba desnudo por la casa sin rumbo, como un león enjaulado. Recorría los conocidos pasillos arrastrando los desechos desperdigados tras meses y meses de encierro. Tanto era el desorden y la dejadez que los desparramos no permitían ni un resquicio y los pútridos olores deambulaban por la casa como si fueran sus únicos dueños.
Julián era un eslabón más de esa terrible cadena, la casa, el pueblo, el mundo, el odio.
Estaba decidido.
Después de tanto dolor, de tanta injusticia, Julián estaba decidido. Casi sin fuerzas tomó las pesadas latas y las vació por la maltrecha casa. Bañando las paredes, los pisos destrozados, las cortinas, todo, humedeciéndola.
Tomó el cuchillo.
No puedo más. Es ahora o nunca.

Julián observó por la mirilla del ventanal cercado del patio delantero hacia la profundidad de la calle.
Dónde estás maldito engendro.
Observó en lo que se había convertido su mundo. Divisó el pueblo que antes era un pueblo del litoral repleto de pretensiones y en constante avance cómo, ahora, después del vendaval que supo arrasar sus pilares, ya no quedaba ni un vestigio de civilización. Las casas destrozadas, los hierros retorcidos.
Vivir en la provincia es lo mejor, le había dicho un amigo, Para qué te vas a ir a Buenos Aires con sus ruidos y su contaminación.
Arboles pelados, hojas caídas como mantos sin fin de ocres y pálidos fuegos abandonadas a los ánimos del viento se enzarzaban en tirabuzones por el aire, como destapando orificios por donde se escurría la vida.
Julián buscó con su mirada.
Esta vez no buscó la huella demarcada de la vida. No. Hacía tiempo que el pueblo se había convertido en muerte y destrucción; tanto que ya había perdido la cuenta.
La buscó a ella.
Como todos los días.
En un agónico ritual.
Y por fin, en los inapetentes arbustos frente a la maltrecha casa, la encontró.
La bestia.
Ahí estas basura. Cuándo te vas a morir.
La Bestia que en su rito carnívoro se agazapaba sobre los restos carcomidos y destrozados de algún animal putrefacto ni siquiera se inmuto. Del animal que devoraba ya no quedaba nada solo un esqueleto con retazos de cuero adherido a los huesos. La pútridos restos, hediondos, brillaban en tonos rojos y negros bajo un sol abrumador, pero a la Bestia no le importaba. La había visto otras veces comerse sus propias heces casi riendo mientras lo hacía.
Julián la miraba con odio.
Maldita mierda. Te crees que va a vivir por siempre. Qué vas a comer cuando ya todo por fin se termine.
La Bestia gruñó, ladró, blasfemo, hizo todo a la vez, como sintiendo el contacto de esa mirada penetrante, insidiosa; y los ojos de Julián, quebrados en ríos de sangre, henchidos de odio, intentaron fulminarla.
Pero no podía. No era tan fácil.
La bestia era una aberración de la creación. Algo más que un animal. Una mezcla de perro, león y toro. Grande y feroz, aunque más pequeña que la Bestia anterior. La primera. La de meses atrás. Que había sido más despiadada, más rápida y furtiva que esta.


Julián había intentado todo para matar a esta bestia. Intentó envenenarla, dispararle, todo. Hasta rezó hasta el cansancio para que las fuerzas divinas, si existían, descargasen su ira contra el engendro.
Pero los dioses no lo escucharon.
Ni todos sus gritos se llevaron al monstruo.
No era tan fácil.
Le habían advertido que se marchara cuando el pueblo se desmoronó antes los embates de la primera Bestia, más cruel y fulminante.
Vamos para la capital, para el sur del país, ahí saben cómo ayudarnos, es tonto quedarse.
Pero Julián no había escuchado, se había quedado en la casa. Se quedó como otros aguantando para cuidar sus pertenencias, se quedó para cuidar a su madre agonizante que quiso quedarse en la casa porque siempre había vivido ahí.
La anciana mujer pertenecía a esa casa como la inocencia a la infancia. Y si debía morir, pensaba Julián, que fuera en ambientes conocidos, en un lecho conocido, sobre pisos conocidos. Juliancito lo último que se debe abandonar es la casa, le decía su padre cuando era chico, hay muchos aprovechadores valiéndose de la desgracia ajena, un techo es el primer paso para un hombre con sueños.
 Pero Julián había perdido todos sus anhelos, sus sueños. Se los habían arrancado sin permiso. Y Ahora la anciana mujer descansaba en su habitación, muerta, pudriéndose al sol que entraba por las ventanas ultrajadas, alimentando parvadas de pájaros carroñeros, que más tarde morían envenenados en algún páramo aledaño.
Julián intentó darle una cristiana sepultura.
Pero no pudo; no se lo permitió su único acompañante. La solitaria alimaña que gobernaba el pueblo: la Bestia.
Cuando la primera Bestia, mucho más grande, después de entonar su balada de terror y destrucción, se retiró: los vecinos de alrededor que sobrevivieron salieron a la calle. Al poco tiempo murieron envenenados. Algunos sin percatarse de ese veneno ponzoñoso y silencioso, otros en océanos de dolor y lágrimas. Todos con evidentes marcas y desgarros de la primera bestia. Pero el terror no acabo ahí; y después de un tiempo en el cual Julián ya no vio a nadie merodeando por las cercanías, recorrió algunas casas vecinas y encontró más cuerpos de otros que, como el, habían decidido quedarse para resistir; o porque, en todo caso, no tenían adonde ir. Julián los sepultó a todos tras tres agotadores días de intensa amargura.  Transformando la cuadra, el vecindario y todo el pueblo en un cementerio.
A posterior, como recompensa a su esfuerzo, vacío todos los depósitos existentes en la cuadra y se pertrechó esperando algún rescate desde la capital, algún helicóptero de prefectura o un avión salvador de la fuerza aérea.
Nadie vino. Solo las moscas; y los gusanos; y el hedor.
Pero un día, cuando el horizonte estaba reducido a unas pocas decenas de metros, bajo una omnipresente e impenetrable niebla: la endeble paz se quebró.
Apareció la segunda Bestia. El engendro de la naturaleza con toda su perfidia y horror. Y profanó algunas tumbas desparramando los cadáveres enterrados por doquier y luego se los devoró. Al principio, quizás, con hambre, después: con saña.
Julián no lo podía creer.
No sufrimos bastante ya con la primer bestia dios mío que tuviste que mandarnos este engendro del demonio.
Y sollozando, aciago, horrorizado, arremetió contra esa criatura abominable sin importarle nada. Una criatura que al parecer no era solamente un animal, ni un demonio, sino algo más. Mucho más inhumano que cualquier superstición. Disparando como un enajenado vio la muerte de cerca en forma de monstruo; las enormes fauces chorreando, los músculos basculando a través del cuerpo sarnoso, sucio.
Disparó, disparó y disparó vaciando un cargador entero sin errar ni un solo tiro. Pero la Bestia seguía viva. Y lo observaba.
¿Eres el demonio encarnado no?
Decepcionado tuvo que correr por su vida. Desandar el camino de su furia.  Y tuvo que encerrarse en la casa; y cerrar todas las persianas; y clavar maderas en todas las ventanas; y prohibir la entrada a los rayos del sol, al viento asqueado; y morir de a poco.
Solo dejó una rendija para contemplar el patio delantero de su casa (aquel donde de niño jugaba sin pensar en nada) para cuidar la vanguardia.
Y ese mismo día comenzó el sitio.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el ataque de aquella bestia maldita?
Ya no lo sabía.
La Bestia vagaba por la noche sin cansarse, aullando como loca, alargando la pena, golpeando la casa, la puerta. Desparramando en el aire toda una serie de bufidos, ruidos y rumores de miedo, tan desgarradores, que hasta el sol dudaba en despuntar el día, escondido en las entrañas de la tierra.
Empezaba la locura.
Cuando la Bestia termino de roer casi todas las tumbas hechas por Julián desparramó los huesos despojados de toda carne alrededor de la casa. Como si fuese un ritual pagano. Luego destrozó las casas de la cuadra y formo montículos de mierda con sus excrementos por todo el pueblo.
Debo salir de aquí, debo alcanzar la capital o el río Paraná. La bestia no puede estar por toda la Argentina, no puede ser.
Otro día un viento nervioso, del este, sacudió el pueblo y removió de la tierra, de las calles, el olor pestilente y penetrante, horadando los restos. Los huesos carcomidos desfilaron alrededor de la casa, volando, golpeándola con  furia, como si quisiesen entrar llamando a la puerta, pidiendo permiso, para arrasar sus pertenencias. Y esa misma noche, durante toda la noche, con su cuerpo impregnado de olor, henchidos sus pulmones de putrefacción, Julián comenzó a rascarse como loco, lacerando su piel. Después, lacerando las heridas y por último la cordura. Se rascó por días y días. Aun cuando terminó acostumbrándose al olor y ya no le picaba.
Enloquecía.
Debo salir, no puede ser que nadie se preocupe por este pueblo, debo salir y llegar a la capital. Debo salir y matar a esa bestia., debo salir de aquí.
Más tarde se consumió el agua; se agotó el gas; se acabó la electricidad; de a poco pero se acabó.
El monstruo anterior había destrozado todo vestigio de civilización. Rompiendo caños que explotaron, que estallaron en torrentes de agua turbia. De a poco los pulmones desprovistos de fluido, dejaron de funcionar; el corazón del pueblo dejo de latir. Se vaciaron sus venas.
Por qué me quede, dios, ¿Por qué? Maldito engendro del diablo.
Otro día que ya había olvidado el paso del tiempo: días, meses, años; que no se había percatado de lo monumental de su encierro porque estaba concentrado en sobrevivir sucedió algo imposible de olvidar. Una tarde que la lluvia caía en torrentes de humedad: llegaron unos perros, flacos, hambrientos, desnutridos. La bestia los esperaba en algún lugar, escondida, agazapada. Julián se puso contento al fin. Salvado por unos perros. De seguro, ellos, que eran una manada importante, lucharían con la Bestia, la matarían y se atragantarían con su carne.
Eso esperaba.
Sin embargo la Bestia, como una sombra sucia y odiosa, cayó repentinamente sobre los animales, de improvisto, de la nada. Lo único que pudo hacer Julián fue presenciar impotente como la bestia destrozaba los perros bajo la lluvia cómplice en una fiesta de maldad y agonía.
Los animales con la cola entre las patas, empapados, ¿De agua?, ¿De sudor?, ¿De pánico?, se afanaban por vivir. Solo para volar desgarrados por la furia ciega e incontenible del monstruo. Todo fue demasiado rápido para ellos, nada pudieron hacer, terminaron destrozados, asesinados antes de poder gemir de dolor; las miradas congeladas en un gesto de impotencia, de piedad.
Julián pretendió gritar, procuró ayudarlos, pero fue inútil. Solo contempló la macabra escena.
Dios mío donde estas. No lo ves. En que mierda estas metido.
Por mucho, mucho tiempo, los gemidos de los perros llorando de dolor lo asaltarían por las noches como queriendo llevarse su última pertenencia: la cordura.
La cordura agonizaba, jadeaba, se asfixiaba, perdía fuerzas.
Estoy enloqueciendo. No va más.
La bestia lo esperaba sentada en el patio de la casa sitiada. Lo tentaba a salir; él, a falta de otra cosa, bebía agua caliente que abrazaba sus entrañas vacías. Ya no quedaban vestigios del piso de roble Eslavonia, que utilizó para calentar la comida, la casa y su cuerpo. Las cenizas se esparcían por toda la finca sepultándola y bailaban por las habitaciones ejecutando la danza del fuego, sin fuego.
No podía más.
Las únicas oportunidades que podía salir, que encontraba un resquicio en la vigilia pretenciosa del animal, no caminaba más de diez metros y la Bestia arremetía, aparecía como floreciendo del suelo. Intentó envenenarla poniendo en la vereda un menjunje hecho con latas de conserva, (las ultimas que le quedaban), y todos los venenos para alimañas que halló en las almacenes y mercados codeándose al unísono. Se dispuso en la vereda del patio y, al depositar el preparado de su esperanza: la vio. Vio, a una cuadra, un enorme cuerpo inclinado, seccionado por el cuello, hurgando en el vientre hinchado de un podrido y chupado caballo. Un segundo más tarde el inmenso cuerpo decapitado se irguió: era la Bestia. La Bestia que asomaba la cabeza desde su carroña, que lo olía en el aire y corría hacia él.
        Julián se escondió en su guarida intemporal y aguardo detrás de la rendija atisbando que la Bestia, relamiéndose de gusto, terminara de atragantarse el letal preparado. Aguardando que por fin muriera.
Aguardó un día, otro y otro sin resultados. Hasta que acabó engulléndose él mismo porciones del preparado que le quedaba en la cocina.
Cayo enfermo.


Ahora, ya recuperado, tras muchos días de agonía, consumido, pura piel y huesos: se arrepentía de su idiotez.
Tendría que haberme ido. De qué sirvió quedarse, ya no me queda nada, tengo que matarla, y si no puedo: matarme a mí mismo.  
La bestia primigenia no había dejado nada a salvo, arrasó con todo y, como corolario, engendró este espécimen indestructible, horrendo, con el único fin aparente de destruir su alma y la del país.
¿Por qué dios mío?, ¿por qué?
Con la frente apoyada en la rendija del ventanal, respirando con dificultad, oteó a la Bestia que lo miraba como burlándose desde enfrente, asoleándose bajo un sol intransigente.
Julián tenía un cuchillo y estaba decidido.
Debo matarla
La bestia empezó a desenterrar otro cuerpo. Julián ya lo sabía, dentro suyo algo le decía que aquel momento iba a llegar.
El animal estaba cansado. No podía esperar que Julián muriera o que saliera a enfrentarle. Y, como si supiera, como si estuviera dotado de tanta inteligencia como maldad desenterraba, desenterraba y devoraba. Lo incitaba.
La bestia devoraba con sorna el cuerpo de la mujer que Julián siempre había amado. La vecina de enfrente. La niña con quien jugaba en su niñez. Aquella que la Bestia enorme, la primera, había mordido para terminar matándola al tiempo.
Su amor imposible que encontraría pelada y llena de verrugas. La que creía que había huido con los demás. Que encontró un día en su habitación muerta. Muerta por la enfermedad... la enfermedad de la radiación.
Asesinada sin piedad por el aliento de la Bestia de aquellos días: las bombas... la guerra nuclear.
Llorando desconsoladamente la enterró bien profundo. Para que si la tierra bendecida, abonada por los fluidos del maltrecho cuerpo, pero hermoso todavía, floreciese algún día; floreciese en un mundo recuperado, recuperado de la hecatombe.
La primera y abrazante Bestia.
Una quimera, se decía Julián. La radiación llenaría el espacio por siglos y siglos y sus frutos recorrerían la tierra alimentándose de su esencia.
Volvió a llorar ahora, a llorar de odio.
Basta, basta, baaaaasstaaa, se acabó.
Estaba decidido.
Un hombre no puede resistir tanto.
Abrió la puerta. Salió al patio y, aciago, encaró a la Bestia gritando:
- Maldito engendro mutante. Soy el último premio ¿No? ¿Me quieres? Ven, ven a mi mierda.
La bestia volvió a cargar hacia él enloquecida, relamiéndose.
Julián tiró el cuchillo y entró en la casa dejando la puerta abierta.
Y La Bestia, el mutante, la hija aberrante de la locura de los hombres: entró también.
Cayó en la trampa... y la casa ardería por días y noches ejecutando la danza del fuego.








DANIEL LA GRECA

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